Ursula K. Le Guin
The Books of Earthsea

 

En la colección:

En la serie: Terramar

Tipo: Omnibus

Género: Fantasía


Sospecho que la fantasía de Ursula Le Guin no es precisamente un mega éxito de ventas; que comercialmente poco puede hacer para competir con esas sagas interminables de vistosas y llamativas portadas llenas de dragones, héroes y taimados hechiceros; esos culebrones interminables con personajes de cartón piedra que viven una y otra vez la misma partida de D&D y lo mismo rescatan a una doncella que encuentran un tesoro, salvan el mundo o exterminan a enemigos sin cuento armados de una espada de poder, un báculo mágico o quizá, simplemente, la fuerza del destino (o la voluntad del autor) a su favor.

Y es que, en cierto modo, la saga de Terramar está escrita a contrapelo de lo que se estila en la fantasía heroica. La acción que hay da la impresión de ser escasa (no lo es; hay la que la historia pide, ni más ni menos) y las cosas nunca parecen tener prisa en llegar a ningún sitio, pese a que llegan exactamente donde tienen que llegar y en el tiempo en que tienen que llegar.

Leí la primera novela, Un mago de Terramar, hace ya más de treinta años. La conocía de oídas: un amigo, aficionado como yo a Tolkien, me habló de ella en algún momento y, cuando vi el libro en la librería a la que solía acudir, lo compré sin pensármelo demasiado. Había leído ya alguna cosilla de la autora (seguramente El mundo de Rockannon y puede que “El nombre del mundo es bosque”, aunque estoy casi seguro de que aún no La mano izquierda de la oscuridad) y me había gustado lo suficiente para que, junto con el hecho de que fuese una obra escrita a la estela de El señor de los Anillos, me decidiera a leerla.

No tardé mucho: uno o dos días a lo sumo, y confieso que no me dejó muy impresionado. Sí, estaba bien, la historia era sencilla pero estaba bien llevada (tardaría años en darme cuenta de la tremenda elegancia, sencillez y delicadeza con la que Le Guin narraba; torpe que es uno) y se leía sin dificultades: empezabas y, antes de darte cuenta, ya habías terminado. Pero sin duda carecía del hondo aliento épico de mi obra favorita de fantasía por aquel entonces y no tenía ni de lejos aquella sensación de cosa trabajadísima a través de años incontables, de universo tan detallado y coherente como el real, que yo percibía en la Tierra Media.

Así que, vale, estaba bien, pero no mataba.

Luego, fui leyendo los siguientes libros hasta completar la trilogía. Las tumbas de Atuán (en la que Gavilán, el protagonista de la anterior, no pasa de ser un personaje secundario) me pilló por sorpresa; no en el sentido de que no me esperase una novela como esa, sino por el hecho de que me descubrí disfrutando enormemente de una historia que, por lo que pensaba, no era para nada el tipo de relato que me iba, y encima con protagonista femenina. Además, en la novela apenas pasaba nada: sólo Arha, la Devorada, luchando contra su destino de marioneta de unos dioses crueles y fríos y liberándose gracias a un hombre que sabía mirarla tal y como era. Como mucho, la novela debería haberme interesado moderadamente; una lectura agradable que uno olvidaría poco después de haber cerrado el libro. Y sin embargo, pese a que tardé bastante en releerlo, seguía pensando en él de vez en cuando. Y años más tarde, cuando recordaba los libros originales de Terramar, descubría que Las tumbas de Atuán era mi favorito de lejos.

En cuanto a La costa más lejana, creo recordar que me decepcionó un poco. Me gustó, sin duda, pero tuve la sensación de que, como conclusión de la trilogía no llegaba a estar del todo a la altura. Por aquella época yo escribía reseñas de libros para Maser Boletín Informativo y recuerdo vagamente que el comentario que escribí sobre esa novela era un tanto ambiguo: ponía bien el libro, pero al mismo tiempo intentaba explicar que no me parecía gran cosa. Sí que alababa, me parece recordar, el hecho de que Ursula Le Guin no fuera una imitadora servil de Tolkien y, sin llegar a la altura del maestro (ay, qué cosas llega uno a decir), había sabido encontrar su propio camino y seguirlo por sí misma.

Bueno, era joven, qué le vamos a hacer.

Años después descubrí que había un cuarto libro de Terramar: Tehanu. Los otros tres me habían gustado (aunque yo seguía pensando que tampoco eran para tirar cohetes, estaban bien y poco más), así que también leí este. Y, una vez más, acabada su lectura, me quedé con la impresión de que no me había parecido gran cosa. Lo disfruté mientras lo leía, pero pensaba que estaba incluso más desprovisto de peripecia que los anteriores; que no pasaba mucho y que el libro era demasiado reflexivo para mi gusto. Una Semana Negra, hablando con Alejo Cuervo, descubrí lo mucho que a él le había gustado el libro y cuando me explicó por qué, confieso que empecé a verlo de otra manera. De hecho, volví a leer las cuatro novelas y descubrí, para mi sorpresa, lo buenas que eran.

Sí, soy lento y torpe, es cierto.

Y también descubrí el giro que la autora le había dado a su universo en la cuarta novela; el modo sutil en que empezaba a reinterpretarlo y recrearlo. Habían pasado los años desde que había escrito la primera novela y, sin duda, su forma de ver el mundo había cambiado. Eso se reflejaba en Tehanu: no contradecía nada de lo anterior que habíamos visto, pero en cierto modo rellenaba huecos y, al hacerlo, alteraba el paisaje. Recuerdo que pensé que, pese a estar anunciado como “el último libro de Terramar”, tenía que haber otra historia, que en cierto modo Tehanu estaba preparando el camino para algo más.

Así fue. Primero llegaron los Cuentos de Terramar, donde exploraba parte del pasado de aquel mundo y, al hacerlo, lo reelaboraba de nuevo. Y finalmente, En el otro viento, donde la historia que había empezado con el nacimiento de Gavilán llegaba a una conclusión tan inevitable que casi me di de bofetadas a mí mismo (y no, no se admiten voluntarios) por no haberlo visto venir.

Existe el pensamiento de que un autor o autora estropea su universo cuando insiste en volver una y otra vez a él para darle al público más de lo que quiere. No ha sido el caso de Le Guin. Ha vuelto a Terramar con cuentagotas y sólo cuando creía que necesitaba hacerlo; sólo cuando ella necesitaba contar una historia, no cuando su público creía que necesitaba oírla. Por eso Terramar no se ha convertido en una mega-logía de tropecientos libros a cual más interminable. Sólo cinco novelas de corta extensión (ninguna llega a las trescientas páginas) y un libro con otros tantos relatos.

Ha contado lo que quería (o quizá, como he dicho antes, lo que necesitaba) cuando creyó que era el momento y en la extensión que consideró adecuada: tenía algo que narrar y así lo hizo, ajustándose a las necesidades de su historia y sin obligarla a serpentear una y otra vez por sabe dios dónde antes de encontrar su final.

Quizá, como pensaba en mi juventud, la saga de Terramar haya sido creada a la estela de Tolkien. Tal vez es así, al menos en el sentido de que, sin el éxito de El señor de los Anillos, no habría habido un mercado predispuesto para ese tipo de obras. Pero ahí es, creo yo, donde se acaba toda influencia.

Le Guin sigue su propio camino (lo ha seguido casi siempre, si juzgamos por sus otras obras). Narra, como he dicho ya, con un elegancia, delicadeza y sencillez que resultan engañosas, porque uno apenas ve su estilo y la historia se limita a fluir de forma natural y sin trabas, como si no pudiera hacerlo de otro modo. Lo cual, para mí, ha sido siempre la marca del verdadero estilista, por más que las modas actuales en el stablishment intelectual se empeñen en vendernos otras motos.

Y, por supuesto, su obra va ganando con sucesivas relecturas. O quizá, no sé, es una idea que se me acaba de ocurrir, es que uno se va haciendo mayor y aprende (sí, despacio, pero aprende) a ver cosas que siempre han estado ahí y antes no ha sabido ver.

Así que de vez en cuando, mientras echo un vistazo en mi biblioteca en busca de algo que leer o releer, mi vista tropieza con los libros de Terramar y vuelvo a decirme “por qué no” y me pongo a leerlos una vez más. Y hacer eso tiene en mí muchos efectos. Placer ante una obra bien tramada y bien contada, evidentemente. Fascinación ante el modo en que la autora hace evolucionar y madurar el universo que ha creado, sin duda: sin traicionar las premisas de las que partió, pero sin repetir una y otra vez lo mismo. Pero sobre todo, por encima de cualquier otra cosa, la sensación que me queda cuando termino de leerlos es de serenidad. Creo que fue eso lo que, cuando era más joven, me hacía creer que las novelas no eran para tanto. Confundía la serenidad que me causaba su lectura con indiferencia.

Ahora me doy cuenta de que, cuando leo la última página de En el otro viento y cierro el libro y vuelvo a dejarlo en la biblioteca, me encuentro tranquilo, en paz. No sé explicarlo de otro modo, me temo.

Es como… como si toda la prisa, el bullicio, la urgencia hubieran desaparecido. Y todo está en calma, por fin.