Troya

 

Tipo: Película

Género: Bélico


La película fue muy criticada en su momento y, en general, dentro del mundillo friqui de la ciencia ficción, se la puso a parir como si el mañana no existiera.

Por supuesto, los fundamentalistas homéricos pusieron el grito en el cielo al ver que Agamenon y Menelao morían, que Cassandra no aparecía y Briseis heredaba buena parte de su papel, o que los dioses estaban ausentes —salvo la fugaz y ambigua aparición de Tetis— de la trama. Y es que hay talibanes en todas partes, como si el mismo Homero no hubiera reelaborado a su gusto un material anterior para hacerlo encajar en las modas y preferencias de su época.

Y sin duda para los que tengan algún conocimiento histórico, toda esa subtrama de Agamenón pretendiendo unificar Grecia bajo su mando y crear un imperio resulta ridícula y poco creíble.

Pero qué coño: no es una película histórica. Igual que La Iliada no es una narración histórica. Es una fantasía que usa ciertos elementos históricos para crear una epopeya épica. Y, si hay que retorcer un poco la historia para que las cosas encajen narrativamente, se hace. Dicho de otro modo: entre buena Historia y una buena historia, se elige siempre lo segundo. Igual que hizo Homero, ya lo he dicho un par de veces.

Y sí, es cierto, el sol se pasa buena parte de la película saliendo por el oeste.

Pero no podría importarme menos.

Narrativamente, la película es impecable: toma los mejores elementos de la epopeya homérica, los mezcla a su gusto y consigue una trama muy bien equilibrada en la que el romance, las intrigas, la violencia y la reflexión moral (y política) van de la mano en una fusión casi perfecta.

Visualmente es una gozada, con un diseño de producción impecable donde ropas, arquitectura, utillaje y armamento reflejan a la perfección la cultura que los crea y los usa. La paleta de colores de la película y la forma en que está iluminada se las apañan a la perfección para llevarnos a más de tres mil años al pasado y hacer que nos lo creamos.

Y los personajes… Vale, tienes a Homero  de tu lado para que te cree algunos de los más poderosos arquetipos de todos los tiempos. Pero no deja de tener su mérito tomar esos arquetipos y, sin traicionarlos en el proceso, convertirlos en seres humanos creíbles y comprensibles.

Hay una buena escritura tras casi todos los personajes. Incluso (o quizá especialmente) tras los más odiosos: como ese Paris cobarde e irreflexivo o ese Agamenón mezquino y ambicioso.  Personajes en cierto modo de una pieza que, sin embargo, son capaces de mostrar momentos insospechadamente humanos, como el amor de Agamenón por su hermano y el dolor por su muerte.

Esto no es sólo mérito del guión, claro, sino de un casting casi perfecto que ha situado al actor adecuado en el papel correcto.

Y, por encima de todos, como los dos focos alrededor de los que gira la película, como ya lo hiciera en buena medida la epopeya homérica, Héctor y Aquiles. Cada uno de ellos el mejor guerrero de su pueblo. Hermanos, en cierto modo, como pueden serlo dos hombres nacidos para guiar a otros a la batalla y hacer de la muerte ajena su modo de vida. Y, al mismo tiempo, diametralmente opuestos, antagónicos, con dos formas de ver el mundo que no pueden ser más distintas.

Aquiles es, en el fondo, un niño, un adolescente para que el que la guerra es un juego, el mejor de los juegos, pues le puede traer lo que más ambiciona: que su nombre sea recordado tras su muerte.

Héctor, por el contrario, es un padre de familia que lucha para mantener a salvo a los suyos.

Cuando ambos personajes se encuentran y Héctor le recrimina el asesinato de los sacerdotes de Apolo, desarmados, Aquiles dice:

—Es cierto. No hay honor en matar ancianos desarmados.

Héctor le mira incrédulo.

—¿Honor? —dice—. Sólo los niños y los idiotas pelean por el honor. Yo lucho por mi patria.

Esa conversación, esas dos frases intercambiadas entre ambos, serán lo que los definan a lo largo de todo el metraje. Y ese conflicto, el conflicto entre el adolescente eterno para el que no existen responsabilidades y el hombre adulto que no le dará la espalda a lo que la vida ha puesto sobre sus hombros (incluso cuando sabe que eso le llevará a la muerte), es lo que vertebra narrativamente la película y la hace elevarse de lo que, de otro modo, tal vez no habría pasado de ser un péplum más o menos bien hecho pero no especialmente memorable.

Hay un tercer personaje en danza. Actúa, en ocasiones, como narrador de lo que ocurre y aparece, casi siempre, en segundo plano: un testigo y un superviviente nato. Hablo de ese Odiseo interpretado con convicción y buen humor por Sean Bean que, por una vez, no culmina su intervención en la pantalla muriendo o siendo humillado (o las dos cosas). Confieso que ese Odiseo, ese hombre astuto y maquinador que preferiría estar pastoreando sus ovejas en Ítaca y no en medio de aquella locura, se me hace cómplice enseguida y lamento que no tenga más presencia en la pantalla.

En fin, ya lo he dicho. Troya me funciona. Me atrapa desde los primeros minutos y me mete en la historia enseguida. Y durante su visionado, poco me importa que sea fiel a Homero o no,  que traicione o no los acontecimientos históricos. Qué narices, ni siquiera me importa o me doy cuenta de por dónde sale el sol. Estoy demasiado metido dentro de la película, arrastrado por ella, para ponerme a pensar en esas chorradas.